PISA y el sentido de la educación

PISA y el sentido de la educación

Foto: Hans-Peter Gauster (Unsplash)

Ya pasado el boom de sobrerreacción que ha traído el informe PISA, así como sus correspondientes análisis —necesarios para reflexionar sobre los mitos que han plagado de titulares oportunistas los medios de comunicación esta última semana— propongo algunas ideas con las que pretendo responder a los nostálgicos y alejar a los esencialistas del buenismo pedagógico, intentando conformar un imaginario colectivo sobre el papel de la escuela y lo público en la creación de comunidad.

BELÉN SÁNCHEZ GARCÍA

Si bien no existe una única causa explicativa del rendimiento educativo y su evolución —y así lo repiten en cada edición del informe numerosos expertos— sí que pueden señalarse factores contextuales que han creado un marco mental y discursivo peligroso. Un marco que, por su normalización acrítica, está siendo abrazado por diversos espacios ideológicos.

Por un lado, ¿a quién no le ha sorprendido en los últimos años un amigo o conocido planteando la posibilidad de llevar a sus hijos a un proyecto educativo —muchas veces concertado o privado— diferente de lo tradicional porque “prepara mejor para el futuro”? Y por la otra parte —y quizás habiendo pasado por experiencias no tradicionales primero— ¿quién no ha caído, aunque sea momentáneamente, en pensamientos nostálgicos de ‘cualquier pasado fue mejor’? Al fin y al cabo, ¿quién no quiere lo mejor para sus hijos?

Es en esta búsqueda de “lo mejor” donde confluyen posturas antagónicas que se presentan como poseedoras de la verdad —y para quienes PISA es siempre una herramienta perfecta de refuerzo o desacreditación— cuyo sustento es la confusión a través del bombardeo de información. Marina Garcés lo explica perfectamente cuando dice: “Ya sabemos que el capitalismo lo recupera todo y lo convierte en mercancía. El problema es de confusión. El engaño es demasiado débil, porque puede desmentirse. Cuando el acceso al conocimiento y a la información es tan amplio como en la actualidad, al poder político y mediático no le basta con manipular. La gran arma ideológica de nuestros tiempos es la confusión”. Es, por tanto, en este momento cuando debemos preguntarnos por el sentido de la educación.

Es un consenso, ya sea consciente o inconsciente, el que aglutina a la educación alrededor del concepto de derecho. La educación como derecho permitió tras la dictadura generar un marco político amplio que definiese lo público (y justificase lo concertado) alrededor de la necesidad de escolarización, el acceso y la gratuidad a la institución escolar. Sin embargo, la búsqueda de lo mejor, ya mencionada, se ha visto caracterizada en los últimos años por la necesidad de distinción. Esta característica se ha sumado al resto de factores propios del neoliberalismo (denostación de lo público, privatización, individualismo, libre elección…), trasladando el concepto de derecho al de servicio, que, a su vez, traslada al proveedor de lo mejor: de la intención igualadora del Estado en la primera concepción, a la distinción —y segregación— del mercado en la segunda.

Pero lo mejor tiene otra parte: el contenido educativo. Son muchas las familias que han hecho del medio su fin y han encontrado en la pedagogía la justificación perfecta para perseguir la distinción sin complejos. Vuelvo así a los “proyectos educativos” —que no escuelas— de los que hablaba antes: bebiendo de corrientes históricas como la anarquista, está creciendo el número de centros que, aprovechando las cada vez más formadas expectativas familiares, apuestan por la idea Rousseauniana que plantea el contexto como un arma que corrompe a los niños, quienes son “buenos por naturaleza”. Esta esencia pura y verdadera —individual— justifica así que sean las criaturas quienes “elijan” y “sean” en base a lo que los defensores de estas corrientes leen como “intereses innatos”. Sin embargo, este análisis cae por su propio peso cuando añadimos la variable clase social. Esta concepción tan abrazada por familias “progresistas” llama libre elección a lo que son en realidad elecciones que vienen dadas por el contexto social y los roles. De esta manera, ¿es innato que un niño que tiene instrumentos musicales en casa se decante por estudiar piano? ¿es innato que una niña que no tiene libros en casa no genere hábito lector? ¿He elegido yo no jugar al fútbol, o es así porque al haber socializado como mujer no se me ha presentado en el imaginario porque no es lo “natural”? ¿Existe la libre elección en el contexto actual?

Para terminar este pequeño análisis, quería interpelar a todos aquellos articulistas nostálgicos que estos días han decidido hacer de la educación su campo de batalla. Como bien explica Ani Pérez en la reedición de su libro “Las falsas alternativas”, el modelo tradicional ignora tanto el contexto como el alternativo lo naturaliza. Las diferencias sociales no quedan abordadas en una manera de proceder basada en el sistema meritocrático y sustentada en el esfuerzo individual. Idealizar la tradición desde la nostalgia es un ejercicio peligroso: la pedagogía tradicional parte de metodologías selectivas que hacen visible la reproducción de desigualdades seleccionando a los válidos de los desechables.

Fuera de los ejes derecho-servicio, tradicional-alternativo me gustaría pues, invitar a pensar la educación como un bien común. Esta concepción educativa toma partido e interpela al individuo desde la comunidad. Se presenta como parte del cambio social que se quiere generar en el mundo. Y digo como parte porque es un fragmento de tantos, porque necesita del resto de ámbitos sociales que abogan por conformar un mundo común. Avanzar en la igualdad de oportunidades para abordar la igualdad de resultados, pasa por democratizar el imaginario colectivo, por querer ser parte y no ser el todo.

Este artículo fue originalmente publicado en arainfo.org

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