La utopía de educar sin miedo

La utopía de educar sin miedo

Aunque los tiempos que se avecinan son poco alentadores, no sólo no debemos tener miedo a abordar ciertos temas desde una visión abierta y respetuosa dentro de un aula, sino que es nuestro papel hacerlo, como garantes de la protección de la educación como pilar para el desarrollo y la cohesión social.

ALBANO DE ALONSO PAZ

El miedo y la inseguridad han llevado al ser humano a lo largo de la historia a la pérdida de horizontes vitales, a la asfixia de libertades creativas y también al escape; eso fue lo que ocurrió, por ejemplo, con los artistas del exilio de la posguerra española, o con los de la Generación Perdida, ese grupo de escritores norteamericanos que, tras la Gran Depresión, tuvo que marchar a París en busca de un sentido que diera aliento a su existencia literaria.

En la tragedia griega clásica se exploró también el miedo de diferentes formas. Este subgénero teatral ofrecía un universo coral de construcciones culturales sobre valores, sentimientos, debilidades y fortalezas que han prevalecido en el ser humano desde tiempos inmemoriales. En una de esas obras, Edipo Rey, de Sófocles, dice el corifeo lo siguiente en un momento: «Para quien tiene miedo, todo son ruidos».

Ese miedo a veces transformado en ruido, pero también en duda o en inacción, ha marcado el devenir de muchas manifestaciones socioculturales plasmadas en el arte a través de diferentes formas. Es la misma duda que removió la conciencia de Hamlet en la obra teatral de Shakespeare del mismo nombre, o la que atizó con remordimientos a Raskolnikov en la novela Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski.

En ese miedo viven muchos docentes que necesitan ocultar sus identidades en las redes sociales para poder sentirse cómodos de manifestar libremente su opinión sobre cualquier materia. Y lo que es peor, en ese temor se ha instalado el profesorado también en las aulas ante el presumible riesgo de que el alumnado perciba que ideología y política se entremezclan en sus clases y, por lo tanto, que se los tache de adoctrinar.

Dice el protagonista de Alguien voló sobre el nido del cuco (1962), de Ken Kesey, en un momento de la novela: «Nadie se queja de la niebla. Ahora ya sé por qué: aunque resulte molesta, permite hundirse en ella y sentirse seguro». En esa niebla del anonimato o la creación de identidades para moverse en determinados medios, el docente se siente seguro ya que permite levantar un muro con su actividad profesional, muro que, paradójicamente, le permite hablar con menos ataduras sobre su propia profesión.

Sin embargo, en el aula esa frontera se diluye y el docente se manifiesta como sujeto, con todo lo que ello implica, con la certeza de que, desde que pisamos un aula, la plena objetividad es imposible, ya que una clase es una relación educativa entre personas que interaccionan según sus conocimientos, vivencias y sesgos. Sin embargo, lo vemos una y otra vez: el desarrollo de una sesión, que tendría que encuadrarse en el principio de la libre creación y transmisión de mensajes educativos, con las construcciones culturales e identitarias del profesional puestas sobre la mesa, es el empeño continuo del docente en ser lo más “objetivo” posible a la hora de desarrollar el currículo de su materia, ya que es su profesión, su trabajo.

Pero eso es imposible, porque no hay educación sin política y ningún acto social humano está desprovisto de ideología. Que el miedo atenace a un profesional de la educación en el desempeño de su labor es algo preocupante, sobre todo porque merma la calidad de su trabajo. Esa perspectiva inmovilizadora o tendente a la tibieza que amedrenta desde fuera es la misma que ha intentado desvestir de matices políticos al mundo de la cultura, del arte y la de la literatura, lo cual ha conducido al estudiante a una visión parcial, empobrecida y sesgada de las manifestaciones del ser humano, como si detrás de una obra no hubiese ningún tipo de posición ideológica.

Pero no, las culturas no son tibias ni se mueven en una escala de grises; es la perpetuación de determinadas formas de contar las cosas la que aleja las creaciones de la tintura que las impregnó y que las definió en su momento de gestación, en un contexto determinado; así, ese miedo a contar otros relatos, otras historias ocultas, empobrece las perspectivas con las que llegan dichos saberes al alumnado. Sin embargo, la actividad educativa es un instrumento social clave para garantizar la efectiva vivencia del pluralismo y la diversidad en la sociedad, para que aprendan a respetarla como un valor en un contexto, más allá de esos saberes tradicionales y estrictamente técnicos, muchas veces desarrollados de forma totalmente abstracta. Es en ese marco donde es clave la posición profesional del docente: es ahí donde tenemos que perder el miedo.

Hablar de progreso, de democracia, de libertades, de feminismo, de ecología, de represión de memoria histórica, de derechos humanos, de igualdad y de discriminación, no es adoctrinar: es darle cumplimiento a muchos de los principios que vertebran nuestra sociedad a través de sus leyes (también educativas). Además, estos forman parte de una manera u otra de los objetivos de las etapas educativas en las que damos clase, siempre desde el respeto a un espacio ético común que tiene que ser compartido desde el talante constructivo en un país avanzado.

Por ello, y aunque los tiempos que se avecinan son poco alentadores, no sólo no debemos tener miedo a abordarlos desde una visión abierta y respetuosa dentro de un aula, sino que es nuestro papel hacerlo, como garantes de la protección de la educación como pilar para el desarrollo y la cohesión social. Es así, además, como tendremos más posibilidades de captar el interés de nuestro alumnado, de hacer que los conocimientos se conviertan en sus aprendizajes y de despertar en ellos conciencia crítica sobre su mundo, el que nos ha tocado vivir: una perspectiva crítica sobre los problemas y desafíos que nos rodean enfocada desde el aula, un nivelador social y uno de los principales espacios de libertad consustancial a la convivencia constitucional.

Si el docente, en su libertad de cátedra y a la hora de enfocar metodológicamente estos aspectos desde el rigor y bajo su criterio profesional, se siente coartado y limitado, se estará cometiendo una injusticia no solo con su papel como profesional, sino con sus estudiantes: estos se verán privados de una oportunidad insustituible para acercarse desde un enfoque educativo a realidades latentes o emergentes que difícilmente tendrán la oportunidad de abordar en su vida social fuera del ámbito escolar, desde una perspectiva académica. Y todo ello mientras seguimos pensando y soñando con la utopía de educar sin temor, en medio de una sociedad con un marco legal abierto, respetuoso y democrático, sí, pero que deambula con diferentes amenazas ante las que no podemos permanecer impasibles, ante la sombra del miedo atenazante.

Este artículo fue originalmente publicado en eldiariodelaeducacion.com

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