La neutralidad no es una forma de posicionamiento

La neutralidad no es una forma de posicionamiento

El bienestar y la protección son incompatibles con la tibieza. El primer paso para que el espacio escolar sea seguro es la garantía de que nadie va a permanecer impasible ante lo que ocurre a su alrededor. Es asegurar que todo va con todas, que todas nos metemos cuando una de nosotras lo necesita.

PAULA BLOOM

Resulta que este curso he asumido la Coordinación de Bienestar y Protección de mi centro. La figura de esta coordinación fue motivo de revuelo al inicio de curso por razones varias: la primera de ellas porque nos cayó así, de la nada, y de pronto teníamos que saber todo sobre cómo articularla. La segunda, porque no sabíamos nada acerca de cómo articularla.

Hay personas que piensan que porque algo aparezca en la normativa ya tenemos que implementarlo con absoluta eficacia y eficiencia, obligadas como estamos a ponerlo en marcha. Es cierto que la normativa obliga, pero una obligación no es un halo de sensatez que cae sobre las cabezas, y menos sobre las de unas trabajadoras extenuadas a base de burocracia y trámites que nos entierran a primeros de septiembre. Por eso decidí asumir yo la nueva figura en mi centro, porque está muy feo cuando eres la responsable de adjudicar las tareas cargar sobre los hombros de las compañeras las que ni una misma sabe qué conllevan.

La figura de la Coordinación de Bienestar y Protección, en la práctica, es algo muy difuso. En la teoría también, para qué engañarnos. No he encontrado a dos personas que hayan entendido, diseñado y mucho menos ejecutado un plan parecido. Por no haber, no hay ni grupo de Telegram, que es como no tener ni un hueco entre la ansiedad de los cuerpos docentes. Es un “sálvese quien pueda” de manual en el que, como siempre, el resultado depende de múltiples factores absolutamente aleatorios, como el contexto del centro o los recursos humanos. Un camino directo al fracaso y por la vía rápida, si se me permite decirlo. Cualquier proyecto cuyo éxito depende exclusivamente de la autonomía y a la capacidad de los centros implica un resultado desigual con toda seguridad.

En mi escuela no iba a ser de otra manera: con un claustro estupendo, unas familias estupendas y un alumnado estupendo, tenemos problemáticas de todos los tamaños y colores. Esto no nos hace especiales, por suerte, porque lo mejor que le puede pasar a una escuela es ser una de tantas: esto significa que ha conseguido resistir a los embistes de la vorágine propagandística en que se han convertido muchos centros. En el mercado escolar (sí, mercado, sí, escolar) se cotizan muy al alza los valores del proyecto, la imagen, las instalaciones e, incluso, aspectos que no dependen de los centros, como la estabilidad del claustro o el resultado de las votaciones con respecto al horario lectivo. Actualmente la competición salvaje por un puñado de matrículas nos está llevando a hacer de las puertas abiertas auténticos macro eventos y de los períodos de admisión, semanas tensas de cálculos en los que un niño más o menos puede suponer el cierre completo de un aula y la pérdida de recursos en cascada.

Por tanto, ser una escuela cualquiera es una aspiración a la que no podemos ni debemos llamar privilegio, pero de la que podemos sentirnos muy orgullosas si es que logramos conquistarla. Y en las escuelas del montón, a diferencia de las que no pueden permitírselo porque tienen una imagen que dar, pasan cosas. Cosas pasan en todas, en realidad, pero las del montón no tienen miedo de abordarlas, ni temen que se muevan en los grupos de WhatsApp ni sufren cuando las familias preguntan por ellas. En las escuelas del montón, las familias preguntan, las maestras preguntamos, los niños y niñas preguntan y tratamos de dar respuestas entre todas.

En este ser una escuela corriente y moliente de barrio al que yo aspiro, una de las preguntas que me hacía en septiembre era cómo diantres articular la figura de la Coordinación de Bienestar y Protección. Para empezar, preguntándome qué entendía yo por bienestar y por protección. Hablo en singular porque cuando asumí la tarea, todas mis compañeras estaban enterradas en programaciones en las apenas 72 horas que la Administración nos había dado para preparar el curso antes de que llegaran los niños, y ni siquiera pudimos tener un debate profundo sobre qué entendíamos, cómo lo veíamos, cómo lo enfocábamos.

Preguntarme qué es bienestar y qué es protección en una escuela me llevó rápidamente a una idea: la del colegio como un espacio seguro. Hay quien piensa que la seguridad en una escuela implica usar estrategias coercitivas, como engañar a los niños diciéndoles que hay cámaras de seguridad para inhibirles y evitar que incumplan las reglas o vigilar que no se metan unos con otros. Hay quien opina que es obligar a todos a jugar con todos para evitar el aislamiento (hace poco he sabido de un centro que prohíbe negarse a jugar con alguien que te invita a jugar, me pregunto qué ocurre con los que no invitan a nadie porque no se atreven) y hay quien cree que es evitar la violencia en la escuela, como si eso fuera posible.

A menudo recuerdo cuando, en la época de las restricciones del COVID, prohibieron a los comercios que pusiesen el sello “COVID free”, indicando con acierto que era imposible asegurar que hubiera espacios absolutamente ajenos al contagio. Algo similar ocurre con la violencia. Cuando leo carteles que indican que “Este es un espacio libre de violencias”, del tipo que sean, recuerdo el cartel de “COVID free”: lo que nos interpela a todas no es abarcable para ser manejado al antojo de unos pocos. Las violencias estructurales no pueden neutralizarse desde un espacio concreto, porque no se circunscriben a una realidad concreta. Son más grandes, más complejas, y están implícitas en todo, incluso en quienes tratamos de combatirlas. Verlo es el primer paso para actuar contra ello.

Nadie puede, por tanto, aislarse de la violencia, y nadie puede asegurar que su casa es un espacio a salvo de todo lo malo de este mundo. Lo que sí podemos es actuar contra lo que nos afecta colectivamente. Se trata, por tanto, no de asegurar que haya espacios libres de violencia, porque sabemos que no es posible, sino de asegurar que en nuestros espacios existe el compromiso de confrontarla. Así entendí yo desde el principio que se debían garantizar el bienestar y la protección de todas las compañeras y compañeros, mayores y pequeños, en mi colegio. No vamos a ponernos una medalla, sino a ponernos las gafas. No se trata de vivir en calma, sino de vivir alerta, porque solo cuando nos remueva la violencia seremos capaces de levantarnos contra ella y protegernos y entonces sí, caminar hacia el bienestar.

Ahora, ¿por dónde empezar? Es complicado decidir cómo abordar algo tan grande, algo tan complejo. Rápidamente nos dan ganas de empapelar toda la escuela con carteles, de pedir que vengan a darnos talleres contra el acoso escolar, de abrir el calendario para buscar todos los “Días de” que casen con nuestro objetivo. Todo parece poco para trabajar en nombre del bienestar y de la protección cuando sabemos que hay muchos niños y niñas, y también personas adultas, que ni una cosa ni la otra. Y lamentablemente sabemos el precio que pagan por ello. Por eso, cuando tuve que decidir por dónde empezar, decidí empezar por el medio. Decidí empezar por abordar la neutralidad.

La neutralidad es el motor de la violencia, es la gasolina de todo lo que atenta contra el bienestar y contra la protección. La neutralidad es el “no es mi problema”, es el “los trapos sucios se lavan en casa”. Es el “si te hacen, la devuelves” y el “si no va contigo, no te metas”, porque no hay cosa más neutral que pensar que cuando dos niños se violentan mutuamente ambos quedan exentos de responsabilidad al haberse colocado en el mismo plano, y que solo conviene implicarse cuando somos las protagonistas.

Porque en la escuela, como fuera de ella, violentan quienes pueden, y su capacidad se sustenta en la inacción colectiva. La mejor defensa es solo un buen ataque cuando el que ataca permite al de enfrente defenderse cediendo parte de su poder. De lo contrario, hasta el intento de defensa puede perjudicar al que se defiende. No hay más que ver en la televisión escenas salvajes donde quienes tienen poder, por ejemplo en forma de uniforme, retienen a los que intentan sin éxito defenderse desde el suelo, sabiendo que con cada intento de liberarse, los que se defienden están cavando su tumba. La voluntad no es nada sin capacidad para ejercerla.

No hay una edad en la que esto empiece a manifestarse. Desde el momento en que nacemos dentro de una estructura, esta nos fagocita y nos empuja a repetir una y otra vez aquello en lo que nos sumergimos. La escuela no es una preparación para la vida, es la vida en sí misma, y todo lo que ocurre dentro es solo una muestra a pequeña escala de lo que ocurre en cada casa, en cada calle, en cada ciudad.

El bienestar y la protección son incompatibles con la tibieza. El primer paso para que el espacio escolar sea seguro es la garantía de que nadie va a permanecer impasible ante lo que ocurre a su alrededor. Es asegurar que todo va con todas, que todas nos metemos cuando una de nosotras lo necesita. Es luchar contra las ganas de devolvérsela a no sé quién en un enfrentamiento donde solo se trate de vengarse individualmente, es llevar los problemas de todos a los espacios de todos y ponerlos a la luz para que se vean bien. Es levantar las alfombras y sacar los trapos sucios. Es combatir directa y frontalmente la imparcialidad, la indiferencia, la ecuanimidad, cuando se trata de cerrarle las puertas a todo lo que atenta contra cualquiera de las personas que estamos en la escuela. Porque esta no será jamás un espacio seguro para ninguna de nosotras si no lo es para todas. La neutralidad no es una forma de posicionamiento. Eso es muy difícil, lo sé. Pero estamos juntas en esto. Si no, a cuento de qué iba yo a asumir la Coordinación de Bienestar y Protección.

Este artículo fue originalmente publicado en eldiariodelaeducacion.com

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