Educar en la duda

Educar en la duda

Tal vez sea el momento de proponer una nueva tarea crucial a nuestra escuela: el ejercicio no sólo de contrastar, de filtrar información, sino de poner en duda las soluciones simples que el mundo pone ante nuestros ojos.

ALBANO ALONSO

Relacionar la duda con la falta de certeza y nada más, en una era tan compleja y llena de contradicciones como la de hoy, es un error.

Hay verdades irrefutables que sólo se cuestionan desde posiciones negacionistas: aquellas demostradas mediante los avances de la ciencia o las blindadas en las conquistas sociales.

Sin embargo, también hay otras verdades asentadas sobre las que merece la pena educar a las nuevas generaciones, tan expuestas al imperio del engaño, la corrupción y la manipulación. La duda debe ser planteada como una virtud política, epistemológica y ética, especialmente relevante en sociedades democráticas y en constante cambio. Y es una tarea de la escuela educar en ella.

La sobrecarga de información que nos rodea, los dogmatismos y la preponderancia de voces mediáticas que claman la solución a todos nuestros males o salidas simples a caminos enrevesados nos lleva a replantear la duda como una nueva forma de sabiduría.

Recorrer el sistema educativo de forma transversal con la enseñanza de la duda como signo de inteligencia es adaptar la educación a los nuevos tiempos. Los jóvenes de hoy presentan una comprensión parcial o limitada de la lógica interna de los algoritmos digitales que les conducen irremediablemente a actuar de determinada manera, sin capacidad de cuestionamiento crítico.

El uso indiscriminado de la Inteligencia Artificial es una prueba de ello. Ha sido comidilla de salas de profesorado en centros escolares este curso la cantidad de veces que el alumnado ha usado Chat GPT para copiar sus tareas o trabajos sin discriminación de los resultados que le ofrece la aplicación. Ello ha llevado al sistema educativo no tanto a adaptarse a estas realidades emergentes, sino a recoger velas en cuanto a determinados enfoques más basados en el “saber hacer”, los llamados competenciales.

Se ha dado un viraje hacia el tradicional examen memorístico, que sobrevive como bastión irreductible ante la recurrencia a la IA ante cualquier trabajo. Pero nos preguntamos: ¿cuándo va a ser el momento idóneo para educar a nuestros jóvenes en el cuestionamiento y las consecuencias de la automatización indiscriminada que provocan los avances tecnológicos? Esperar mucho para educar en ello con la adecuada formación docente puede conllevar que se nos haga demasiado tarde.

Tal vez sea el momento de proponer una nueva tarea crucial a nuestra escuela: el ejercicio no sólo de contrastar, de filtrar información, sino de poner en duda las soluciones simples que el mundo pone ante nuestros ojos. Se trata, de una forma u otra, de educar para la complejidad; de enseñar a afrontar lo que no se puede controlar. Como diría Seymour Papert, enseñar a las nuevas generaciones a enfrentarse a “situaciones para las que no fueron específicamente preparados”.

No saber con certeza es una condición natural en democracias pluralistas y en contextos de alta complejidad. Dudar no es una señal de debilidad, sino de reflexividad y apertura: una parcela más del aprendizaje crítico. ¿Saben dudar con propiedad nuestros estudiantes o son dirigidos con facilidad hacia cualquier postura extrema o dogmatismo que apele a sus emociones y los invoque? Hay determinados docentes, especialmente en la etapa obligatoria, que se atreven a enfocar sus clases a través de las llamadas rutinas de pensamiento: estrategias en forma de preguntas que fomentan la capacidad de cuestionarnos sobre lo que nos rodea. Sin embargo, cuando el alumnado llega a niveles superiores, las exigencias de sacar una nota por encima de la de los demás dejan en un segundo plano el aprendizaje de duda, del cuestionamiento. Pensamos por ello que a esas edades de Bachillerato, ya cercanas a la mayoría de edad, debieran ser capaces de plantearse por sí mismos interrogantes antes grandes dilemas sociales, culturales, científicos o medioambientales. Craso error.

Dice Daniel Innerarity en La sociedad del desconocimiento (2022) que “la duda es un signo de inteligencia en un mundo que ya no es simple ni predecible”. Don Quijote, en el episodio de la Cueva de Montesinos (capítulo XXII de la segunda parte), presenta sus dudas no como una renuncia a sus ideales caballerescos, sino como una grieta en su certidumbre sobre la realidad de sus propias visiones. Es un momento clave en la evolución del personaje.

Educar en la duda puede combinarse con una forma de educación digna sobre la virtud ética. De hecho, considero que hoy en día son complementarias. Es la llamada “ética de la duda”, planteada por la filósofa Victoria Camps: valorar hasta qué punto es necesario reconocer que no estamos en posesión de la verdad absoluta, teniendo en cuenta la posibilidad de que otros puedan tener razón y buscando la mejor decisión a pesar de no estar completamente seguros. Una enseñanza que tiene que estar muy presente por ejemplo en muchos planes de convivencia de nuestros centros escolares y que también llegue mucho más allá.

Y más ahora que la filosofía y la ética apenas figuran en un sistema educativo que, en sus riesgos y fisuras, puede hacer de los ciudadanos que habiten el planeta del mañana no sólo personas que no sepan o no sean capaces, sino también personas que no sepan dudar.

Este artículo fue originalmente publicado en albanoalonso.info

CGT Enseñanza Aragón

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